GASTROGURÚ 13
JOSÉ RAMÓN
GARCÍA IBAÑEZ
PROPIETARIO DE “PEPE EL TORRAO. SAN JUAN”
Fotografía: Antonio Juan Gras Alarcón
Solamente
aquellos que son conscientes de su pasado conocen el valor de la historia y lo
complicado que es perdurar en el futuro. A José Ramón García Ibáñez, al que
todos llaman invariablemente Pepe “el Torrao”, la casta le viene heredada.
Primero un abuelo que en el refajo llevaba garbanzos “torraos” y peladillas
para dar a los chiquillos a la salida de la misa dominical. Más tarde por un
padre que en “Casa Perico” atendió durante muchos años a los artistas que
venían al Teatro Romea, ofrecía gabardinas a una hermosísima gitana llamada
Lola Flores, y aprendió el singular misterio de la fritura y los rebozados.
Cuando Don
José García, su padre, da el salto para hacerse emprendedor y montar su local
en Santa María de Gracia, su hijo mayor cogió una bicicleta Peugeot y se fue a
ver al patriarca de los Fornet, proveedores de maquinaria de hostelería, para
que le vendiera la mejor freidora que tenían, y atándola como pudo en su
velocípedo, logró introducir el primer rasgo de cambio en el negocio familiar.
La mente
ágil de aquél niño, que estudiaba a la luz de una vela y sobre cajas de
cocacolas, le pedía más acción que horas de estudio. Y aprendió una profesión a
base de observar, colocarse detrás de una barra y mostrar de lo que era capaz.
Con el paso
de los años “El Torrao” ha logrado tener
muy claro cuál es la diferencia entre vender y dar servicio, situándose entre
los que quieren dar servicio, porque aun sabiéndose un buen comerciante,
aquellos que se han sentido bien atendidos son los que regresan. Agradecidos.
En su
rosario de ideales el producto es el santo que no hay que enmascarar, porque
los clientes se van cansando de aquellas malas copias que buscan apellidos
famosos pero de enjundia escasa. Como un filósofo que expone su pensamiento
repartiendo dosis de sabor siente predilección por lo cercano. Pescados como el
mújol o el galupe, muchas veces injustamente valorados y que por sencillos no
dejan de ser magníficos. Verduras como la alcachofa, capaz de ser transformada en gloria palatal
si es fresca y de la estación precisa. Cereales como el arroz, con los que
busca gustos populares y olvidados. O
especias como el azafrán o la ñora, con los que aromatiza y da profundidad a
sus preparaciones.
Marca el
ritmo de su pensamiento gastronómico con el calendario de la sensatez.
Equilibrando precio y calidad. Y su
barra, en la murcianísima plaza de San Juan, es el referente ecuánime donde el
tomate y el mundo de la huerta se expresan a la antigua usanza. Allí el
producto sabe a lo que tiene que saber. Practicándosele una intervención reconciliadora.
A Pepe le
duele tanto que no se haya conservado un patrimonio urbano que nos identifique como contemplar el desgaste que sufre hoy su
profesión. La calidad tiene un coste, y aunque le supone llevar algunos años no
disfrutando de tiempo para las vacaciones, es un hombre agradecido con los que
saben buscar su diálogo. Por eso regala sonrisas, baja la temperatura de los
Jumillas para que sean más apreciados y persevera en mostrar el lujo de una
tierra capaz de emocionar. Es un tabernero tan local que es universal. El
producto, su verdadera nación.
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