GASTROGURÚ 14
Juan Ramón Hernández y Juan García “Nico”
Panaderos propietarios de “La Subirana”, Taller de Pan.
Fotografía: Antonio Juan Gras Alarcón
Como si una de tribu urbana se
tratara, los “panarras”, grupo de personas que amasan en sus casas para obtener
sus propios panes y comprobar que hay otros sabores más allá de las propuestas
de panaderías que han desvirtuado lo que debe ser el sabor primigenio, van
siendo multitud.
Los que hoy son panaderos artesanos primero fueron “panarras”. Y
fueron abducidos por la magia de sentir que la masa crecía, que el ser vivo
proveniente de las levaduras, la harina, el agua y la sal, formaba crujientes
cortezas y cambiaron la televisión por el cristal del horno.
Juan y Juan, o Juan y Niko, como hoy conoce todo el mundo a Juan
García, para perfeccionar su técnica recorrieron panaderías por toda España.
Asistieron a cursos. De Castro Urdiales a Ayna, de Madrid a Ponferrada. Cualquier excusa era buena para
aprender, ver hornos e ir saciando una sed de conocimientos que sienten que
aumenta cada día.
Porque han comprobado que hacer pan engancha, genera una reveladora
curiosidad por saber todos los procesos de su proceso creativo y así tratar de
responder a las preguntas que se hacen ante ese milagro vivo que es una masa de
pan. Volver a las tareas manuales como una manera de evidenciar en estos
tiempos tan tecnológicos que el ser humano puede seguir guiando, pacíficamente,
sus pasos y sus construcciones.
La emoción viene por trabajar con un ser vivo que varía dependiendo de
los fríos o los calores. Porque hay cambios constantes. Pocos elementos, pero
muchas variables. Y así el milagro se produce.
No es cierto que el mejor pan fuese el de antes. Juan y Nico tienen
muy claro que ahora las harinas son mejores, la tecnología ayuda a que los
panes contengan más sabor gracias al trabajo de agricultores más conscientes,
de harineros que muelen para conseguir la esencia de granos no transformados.
Este producto desnudo que es el pan no merece el engaño que una
industria ha ido practicando hasta poder ofrecerlo en cualquier momento y en
cualquier lugar. Aunque luego nos encontremos con la desolación de no poder
comerlo pasadas unas pocas horas de su horneado.
Los productos que elaboran en La Subirara, su taller de Molina de Segura,
son básicamente de cuatro tipos de harinas diversas, y aguantan, como un buen
poema o una sinfonía, el devorador paso de los días.
Decidieron meterse en esta aventura porque estaban preocupados por el
medio ambiente, porque nutricionalmente les importa que el pan volviese a ser
un alimento completo, y porque buscaban una brecha no abierta aún donde
desarrollar un negocio. No querían realizar panes ecológicos que se comieran
por militancia, sino por el placer de saborear productos emocionantes.
Por ello sus trabajos, que venden en mercados o en tiendas
especializadas, y que van captando no solo una clientela juvenil y partidaria
de lo “eco” sino también un público de
más edad que quieren encontrar el sabor perdido de los productos elaborados por
sus madres, aunque el pan de hoy es más sabroso del que se hacía antes, debe de
tener ciertas características para ser apetitoso: buena presencia visual,
organolépticamente apetecible, y sápidamente completo.
Ellos trabajan para conseguir un pan que huela a humedad después de
lluvia. Ese paraíso momentáneo donde el esfuerzo se convierte en felicidad.
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