GASTROGURÚ
12
RICARDO SANZ
DE CASTRO
COPROPIETARIO
DE KABUKI WELLINGTON.
UNA ESTRELLA MICHELIN
FOTOGRAFÍA: Antonio Juan Gras Alarcón
Este hombre que en su tarjeta de vista se burla de sí mismo,
dibujándose con un cuchillo de sushi en la mano y escasa población capilar,
tiene más del gran viajero Xuanzang que del héroe que le ha tocado ser.
Solo quien es capaz de bromear simulando la tradición, por conocer su historia como un abecedario tatuado, puede
llegar a rememorar sabores que lleven de viaje al pasado.
Ricardo Sanz ha conseguido
asimilar la esencia de la cocina japonesa, pero sin olvidar que su país de
origen, España, tiene en el centro de su idiosincrasia sápida el escabeche, en
el noreste la empanada gallega con masa
de maíz, en el sur el aceite y la sal, en el este las verduras y el pan con “tumaca”,
y en el oeste el sacrilegio del queso de Ulloa. Y digo sacrilegio con fe, pues
unir oriente y occidente mediante el puente del lácteo es una osadía
recalcitrante, bizca y divertida que solo alguien que empezó su vida
profesional haciendo hamburguesas a la plancha, y cocinando perritos calientes,
puede permitirse el lujo de realizar y acabarlo perfectamente.
El viajero Xuanzang marchó pobre hacia la India para aprender en
profundidad las doctrinas budistas, y regresó a su país con 20 caballos
cargados de textos sagrados. Ricardo Sanz, madrileño que ha descubierto a un
país como el nuestro que el crudo es la base de un cosmos sutil de
sabores, tal vez no genere un clásico de
la literatura como fue “El viaje al Oeste”, pero ha abierto las expectativas a
decenas de cocineros que llegan hasta sus cocinas, en sus cuatro locales
esparcidos por la geografía española, para aprender los cortes milimétricos con
los que sacarle partido a un mújol de estero de las orillas de Huelva , a una
lubina de nacarada carne, o a un veteado lomo de atún. Pero dando un salto tan imposible, capaz solo
para visionarios irrespetuosos y valientes que saben que el mundo no termina en
las doctrinas ancestrales, que ha
abierto la puerta a una fusión culinaria que necesita de la magia de estar
impregnada de las sabidurías más populares de éste lado del mediterráneo para
unir, sin que le tiemble la mano y el cuchillo doblemente sápido, oriente y
occidente en una sardina envuelta en una faja de tocino ibérico, una diminuto
rodaballo como si fuera un chanquete
rebozado o un atún sobre huevo frito como si se tratase de un castizo plato que
cualquier chulapa moriría por llevarse a la boca.
Este hombre no es un genio por haber conseguido la primera estrella
Michelin para una cocina no nacional en la afrancesada guía por la que todos
los chef suspiran, sino por conocer el respeto que los productos se merecen, y
hace grande el dicho de que “menos es más”, incorporando a su carta platos con
tal lentitud que sólo las estalactitas y estalagmitas son más veloces en su
deseo de besarse que en su intención de ampliar al listado platos de
irrefrenable factura que habitan sus menús.
Ricardo Sanz sabe que no hay fronteras, que nunca cocinaría lo que no
siente como verdadero y que cualquier tiempo futuro puede ser mejor.
Tiene la sabiduría de los grandes viajeros. Aquellos que partiendo de
un lugar recorrieron el universo. Los aquejados de conocimiento.
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