Azafrán y
Cardamomo ya han olvidado a Peperonchino. Era un tipo poco de fiar.
“Despreciable”, llega a decir el canoso Azafrán.
Sobre la
mesa el libro abierto. Un atlas que ofrece un matizado mapa del mundo. Para
olvidar, viajar.
-Pero
comiendo, afirma Cardamomo mientras deja sobre la mesa, cubierta por un
periódico viejo, una paella guisada al amor de las brasas de leña de olivo.
La paella es
un plato solar, dice el Duque de Gastronia desde su toledano reino. Recuerda el
orate cano.
Da igual que
el acompañamiento, enriquecedor y valorativo, sea de mar o de tierra, de monte
o de la huerta. Incluso de animal de dos, cuatro patas o carcasa en espiral.
La paella
española es lo que el queso a Francia. Una seña de identidad. Porque los
arroces los hay caldosos, secos o
melosos, pero aquí nunca los movemos con el ímpetu con que los italianos
arrisotan sus granos de Canaroli o Vialone Nano. Podemos teñirlos con estigmas
secos de la flor de Crocus sativus o insípido
colorante de amarillo futuro. Pero lo que nunca perdona un arroz en
paella es agua viuda como método de crecimiento.
Agradece los
aromas de monte, las potentes ñoras llamadas samarretas cuando se junta con el
ajo y el tomate, formando esa trilogía como de viagra sápida. Agradece, así es
de generoso, hasta las tintas del calamar. Pero no perdona los excesos, ni de
cocción, ni de tomate.
Azafrán y
Cardamomo comen despacio mientras intercambian conocimientos. Beben no tan
despacio y señalan con su dedo sobre el mapa el viaje que van a emprender.
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