viernes, 5 de julio de 2013

1. PARTIMOS.





Azafrán y Cardamomo ya han olvidado a Peperonchino. Era un tipo poco de fiar. “Despreciable”, llega a decir el canoso Azafrán.

Sobre la mesa el libro abierto. Un atlas que ofrece un matizado mapa del mundo. Para olvidar, viajar.

-Pero comiendo, afirma Cardamomo mientras deja sobre la mesa, cubierta por un periódico viejo, una paella guisada al amor de las brasas de leña de olivo.

La paella es un plato solar, dice el Duque de Gastronia desde su toledano reino. Recuerda el orate cano.

Da igual que el acompañamiento, enriquecedor y valorativo, sea de mar o de tierra, de monte o de la huerta. Incluso de animal de dos, cuatro patas o carcasa en espiral.

La paella española es lo que el queso a Francia. Una seña de identidad. Porque los arroces los hay caldosos,  secos o melosos, pero aquí nunca los movemos con el ímpetu con que los italianos arrisotan sus granos de Canaroli o Vialone Nano. Podemos teñirlos con estigmas secos de la flor de Crocus sativus o insípido  colorante de amarillo futuro. Pero lo que nunca perdona un arroz en paella es agua viuda como método de crecimiento.

Agradece los aromas de monte, las potentes ñoras llamadas samarretas cuando se junta con el ajo y el tomate, formando esa trilogía como de viagra sápida. Agradece, así es de generoso, hasta las tintas del calamar. Pero no perdona los excesos, ni de cocción, ni de tomate.


Azafrán y Cardamomo comen despacio mientras intercambian conocimientos. Beben no tan despacio y señalan con su dedo sobre el mapa el viaje que van a emprender.

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