La estación de trenes de Ginebra no es, pese a su tamaño e
importancia, de una belleza que sobrecoja.
Hacía escala en el trayecto Venecia Vichy. Y el frío era, más que
considerable, como un fiel animal de compañía.
Cardamomo ha rayado los quesos a mano, tiene los elementos preparados
para comenzar a preparar una fondue suiza, donde mezclará diversos quesos que
ha comprado en esa tienda que hay cerca del Teatro Romea y que le vende una
gentil dependienta de nombre Elena, y de ademanes tiránicos que a él le motivan
tanto. Algo de vino blanco, ajo, y especias completan la preparación. El pan
está cortado en bastoncitos muy regulares.
Azafrán, que un día fue espía y ladrón de corazones, rememora el paseo
por la ciudad. Poca luz y menos gente por la calle.
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Al entrar en aquél restaurante no podía creer que
lo vi. El único comensal que aún
permanecía en el establecimiento, junto a la ventana que daba a la calle, me
hacía una señal para que me acercara, me sentara y compartiera conversación con
él.
En la fondue se unen todas las paciencias. La que el tiempo ha ido
generando en el queso, y la de la mano que mueve con ritmo seguro la mezcla
para que no se separen las grasas de los líquidos. Se unen los caminos, no se
bifurcan. Y el hilo que hace el pan mojado la cremosa mezcla es señal de que
nadie quiere abandonar su lugar primigenio. Y finalmente el convidado que trata
de que el pan no se pierda.
Sobre la mesa, en el libro que el comensal leía, una gota amarillenta
y perfumada ocultó la primera letra del apellido del autor del libro. Su voz,
ciega, era como de tango de futuro.
Muy buena pero breve esta narración. Nos quedamos sin saber de qué hablaron; qué se contaron. Me encanta esta página. Un saludo muy grande desde Buenos Aires.
ResponderEliminarLeonorcita, las conversaciones de los demás, solo debemos escucharlas si ellos quieren. Pero seguro que a ese señor tan profundo no le molestaría nada que estuviéramos pendientes de sus palabras.
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