Si yo le dijera, Señor Azafrán,
que hoy me siento tan francés que voy a cantarle por Aznavour y que le voy a
cocinar una mousse de chocolate, ¿qué me diría?
Pues que entone emocionante “Que C´est triste Venise”, que tanto le
gustaba a aquél marinero de quirófanos, y que no monte nunca en demasía esa
nata desbordante de grasa que ha traído, sisándosela al almacenista de la
esquina.
Lo francés tiene su miga, porque estos señores que siempre llevan la
nariz levantada, como oliendo a mierda por donde pasan, es un país increíble,
pese a ellos. Vinos deslumbrantes, cocineros con una tradición memorable,
panaderos que perseveran en la tradición y han hecho famoso el concepto
baguette, queseros con más de 360
variedades. Y además, con un pueblecito que cada habitante llega a llevarse al
galillo más de 220 litros de morapio. Vamos, un lugar para irse a vivir, porque
con ese escritorazo que se llama Houellebeecq, ya tenemos la conciencia bastante
tranquila.
Cardamomo sabe que la calidad del chocolate es fundamental, porque en
cocina la calidad del producto es la seña liberadora. Por ello ha rebuscado
bien, y es generoso, que con los placeres no hay que ser ni timorato ni rácano.
O se peca o no se peca, dice mientras saca del frío el recipiente donde batirá
la nata. Pone al vapor agua para que en otro receptáculo las claras suban
“hasta el cielo” con una puntita de sal, deshace el chocolate en el microondas
que le regaló la hermana Sor Prendida, y monta delicadamente el verso oscuro.
Tiene manos de emigrante sabio, dice Azafrán, mientras lame la cuchara
y recuerda que un día tiene que volver a Paris.
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